El Secretario de Transportes de la Comarca era un imbécil enciclopédico.
Se llamaba Juan.
Arrastraba, entre sus vergüenzas, aquellas que resultaban menos calificadas. Como, por ejemplo, ser un tránsfuga político, un acróbata del cambio de bando que se ubicaba cómodamente... según desde dónde pegara el viento.
Y se creía un vivillo... muy especial.
Pero, lo peor de todo era que, en ese tiempo, unos cinco siglos antes de Cristo, este raro y resbaloso sujeto había estado concurriendo asiduamente al Oráculo de Delfos.
El Oráculo era un recinto con un Gran Templo central. Ubicado al pie del monte Parnaso, a unos 9 kilómetros de Corinto, en la aldea de Delfos.
Allí, se podía consultar el futuro o el destino, a una o a varias Pithyas o Pitonisas que atendían a los consultantes. Respondían ellas, muchas veces, de un modo tan ambiguo… que jamás podía ocurrir una equivocación acerca de su pronóstico.
Por ejemplo, si un tipo se iba a la guerra, le decían:
"Morirás si no vives".
O, acaso, "Vivirás... No morirás".
El imbécil Juan aprendió, tras múltiples y sucesivas visitas a las pitonisas, a hablar con un lenguaje bastante parecido. Pero que era luego tan burdo que resultaba gracioso oírlo, por cuanto brillaba por lo trucho.
Cuando estuvo listo, Juan convenció a la Reina de ser un funcionario de su Comarca y atender los conflictos de los transportes, que eran cuantiosos.
Juan, desde el inicio de su gestión, era justamente quien provocaba los conflictos, para luego presentarse a arreglarlos.
Y, como había reemplazado al más corrupto de toda la historia de la Comarca, -Cayo Jaime Ladri- no se notaban demasiado sus tramoyas.
La Comarca era un verdadero andrajo político y social.
Era la viva muestra de la peor incompetencia de gestión, de una esforzada e histórica tarea para convencer al mundo, paradójicamente, acerca de que era el mayor sumidero. Arrinconada en el más ominoso y grave escenario de la prudencia, y abandonada por todos los dioses del Olimpo, iba, alegremente, rodando hacia el abismo. Como si fuera la piedra de Sísifo.
Tal como lo había hecho el terrible ladrón Cayo Jaime Ladri, la Reina de esta Comarca -luego de perfeccionar el latrocinio- decretó la derogación plena de todas las culpas propias y, después de ocho años de oírle las conversaciones hasta a sus propios hijos, advirtió que la culpa siempre "es de un complot" o del más débil. Y que la deuda siempre es "de los otros" que estuvieron mucho antes.
Rechazaba la doctrina de las obligaciones de una Reina, y no tenía la menor idea del compromiso ineludible de hacerse cargo de todas las culpas del Estado, incluyendo el de la crucifixión de los inocentes, que había ocurrido hacía dos siglos. Sus soldados, insólitamente, espiaban a los pobres y a los esclavos. Y sabían hasta cuántos mendrugos de pan solían comer.
Un día, sobrevino una terrible desgracia en la Comarca.
A todas luces, la famosa "culpa" era de la Reina. Y sobre esto, no quedaba duda alguna.
Y, aunque en los niveles inferiores se derramaba sobre su línea de controles hacia otros inoperantes como ella, el último eslabón era el imbécil Juan.
El pueblo, justificadamente enojado, se sublevó en honor a sus muertos.
La Reina se escondió en Palacio y, mirando a través de los visillos, llamó al imbécil Juan... para que fuera a explicar lo inexplicable.
"Puedes emplear esa extraña lengua que has aprendido en Delfos", le dijo la Reina a este campeón olímpico de la obsecuencia, que salió disparado hacia el lugar de la turbamulta.
Lo que ocurrió después fue descripto y conocido por los historiadores como "la profanación del oráculo de Delfos a manos de Juan, el Imbécil".
En efecto:
Juan presentose en el lugar y, ante el silencio de la gente que esperaba una explicación más o menos razonable sobre la tragedia, empezó a contarles una historia acerca del hecho, que dejó perplejos a todos.
Empezó diciendo que no admitiría preguntas, lo cual, al ser aceptado por la multitud, automáticamente convirtió a esta última en una recua de asnos.
Juan recurrió a una serie de frases aprendidas de las pitonisas, pero mal armadas.
Digamos que su enunciación era una descomunal ridiculez.
La semántica de alcantarilla de Juan iba así:
El tipo empezaba con un pluscuanperfecto del subjuntivo y largaba un párrafo condicional (una prótasis):
"Si no hubiera sido hoy... esta desgracia"...
Y cerraba con una conclusión (apódosis), tan ridícula como su rostro.
"Y hubiera sido otro día... entonces no sería hoy".
Los circunstantes se miraban atónitos. Y, para no darles tiempo a razonar sobre semejante aborto semántico, Juan soltaba otra y otra pavada... hasta que los oídos de la gente quedaban anestesiados.
Si hubiera sido en otro lugar…
Sin dudas no habría sido aquí…
Si no hubiera tantos muertos como los que hay…
Tendríamos menos cadáveres que lamentar…
Si esto hubiera acontecido de otra forma…
No estaría yo aquí hablando con ustedes y hablaría en otro lugar…
Si hubieran prestado atención a nuestra Reina…
Sabrían que es obligatorio aquí… el delirio retórico
Y si fuesen obedientes…
…verían con enorme agrado que yo… quiera lavarme bien las manos.
Las cabriolas del imbécil se prolongaron durante un buen rato, casi hipnótico, en el que la indignación general le había cedido lugar a la terrible incertidumbre y el dolor.
Sabían bien que esa cabriola se estrellaría más temprano que tarde, contra la realidad que regresa fatalmente a cobrar su parte de razón. Y no negocia.
La culpa de la Reina y la culpa de todo el Palacio danzaba delante de la gente absorta y, como un prestidigitador frente a mil zombies, Juan decretó:
Así que aquí no ha pasado nada … y ya veremos lo que ocurre…
Pues si nada ocurre… será que no veremos nada… o no… o sí…
Cuando les brotó la indignación, ya era tarde: Juan se había ido.
La única herramienta que hallan siempre los sátrapas para explicar sus responsabilidades básicas es la ridiculez de las culpas retóricas.
Pero, si juegan así con vidas humanas...
... entonces, todas las culpas -concentradas sólo en ellos-, las que son propias y las que no... cuelgan junto con ellos un día... de un farol.